miércoles, 1 de febrero de 2012

EL GIGANTE EGOÍSTA.


El gigante egoísta es un cuento de hadas escrito por el poeta, escritor y dramaturgo británico irlandés Oscar Wilde. Fue publicado por primera vez en 1888 en El Príncipe Feliz y otros cuentos, junto a otros cuatro cuentos del autor (El príncipe feliz, El ruiseñor y la rosa, El gigante egoísta, El amigo fiel, El famoso cohete). Escrito dos años después de haber nacido el último hijo del autor, Vyvyan.


Oscar Wilde

Las ilustraciones de Lisbeth Zwerger son de un dibujo delicado y un color sutil, a la acuarela, dejando correr la imaginación de quienes las observamos. 


Lisbeth Zwerger



Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.


-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.




Un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.


-¿Qué hacen aquí? - exclamó con su voz retumbante.



Los niños escaparon corriendo en desbandada.


-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.


Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
PROHIBIDO EL PASO
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.


-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.



Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.


Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.


-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.


-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.


-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.


De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.



Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.


-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.


¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.



-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.


El Gigante sintió que el corazón se le derretía.


-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.


Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.



Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.


-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.



Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-
Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?


El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.


-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.


Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.


-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.


Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.


-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.



Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:


-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?


Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.


-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.



Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:


-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron  esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.


... cubierto de flores blancas.

miércoles, 12 de octubre de 2011

PULGARCILLA. Lisbeth zwerger.


















Para el recuerdo…



Hans Christian Andersen (1952)
  Pelicula de 1952, dirigida por  Charles Vidor.
Y protagonizada por el grande, muy grande Danny Key.



Argumento:
 El zapatero de un pequeño pueblo danés, que pasa más tiempo entreteniendo a los niños del pueblo que en sus zapatos, es desterrado y marcha a Copenhague, donde conocerá a una bailarina, a quien escribirá el guión de un ballet, y empezará a publicar los cuentos que antes regalaba.




En España se estrenó el 24 de diciembre de 1956


Fue nominada a seis Oscar:

Nominada al Oscar por Mejor Dirección Artística
Nominada al Oscar por Mejor Fotografía
Nominada al Oscar por Mejor Canción (Thumbelina)
Nominada al Oscar por Mejor Sonido
Nominada al Oscar por Mejor Vestuario
Nominada al Oscar por Mejor Banda Sonora



Carátula de video


Las escenas, con sus canciones, que más recuerdo


"Soy Hans Cristian Andersen. Andersen..."


"Pulgarcita"

"Hermosa, hermosa Copenhague..."

En fin añoranzas. Cosas de la edad… o no.

lunes, 10 de octubre de 2011

PULGARCILLA. Reina de todas las flores.


PULGARCILLA
¿Qué otro cuento puede llegar a impresionamos más que esta
"Pulgarcilla" de Andersen? La vida de esta niña resulta emocionante,
aunque existan momentos de desencanto. Sólo la seguridad de que todos los
cuentos acaban bien nos tranquiliza. Cuando Pulgarcilla se encuentra
viviendo en un arroyo sobre una hoja de lirio es liberada por unos
pececillos; mucho temía tener que casarse con el hijo del sapo. Y el topo no
hace más que empeorar la historia. Sin embargo, todas estas aventuras
tienen un desenlace feliz y Pulgarcilla es coronada Reina de todas las
flores. Este cuento de Andersen es una historia emocionante, con un gran
aire poético. Esta poesía es la que respiran todas las ilustraciones de Lisbeth
Zwerger.
A veces es traducido como "Almendrita". Fue publicado por primera vez en diciembre de 1835.


Hans Christian Andersen (Odense, Dinamarca, 2 de abril de 1805Copenhague, Dinamarca, 4 de agosto de 1875) fue un escritor y poeta danés, famoso por sus cuentos para niños.


Lisbeth Zwerger. Nació en Viena (Austri), y estudió Bellas Artes. La conocí buscando ilustraciones de Alicia en el país de las maravillas y aluciné con su enfoque y realmente todos su trabajo es precioso, ilustraciones en tinta y acuarela, refinadas, elegantes y muy poéticas. Ha ilustrado los clásicos con gran maestría y es una imprescindible para quien 
guste de la ilustración infantil. Ganó el Premio Andersen en 1990.


Quiero destacar su admirable utilización de los recursos de la acuarela, sin duda fruto de la su experiencia en Inglaterra, donde curso estudios de arte.
Lisbeth Zwerger se desanimó al principio, incluso dudo de seguir su carrera en la ilustración de libros para niños, décadas más tarde está encantada de haber seguido lo que indicaba su corazón.


Érase una mujer que anhelaba una niña chiquitina y, no sabiendo
cómo obtenerla, fue a consultar a una vieja hechicera.
—Ardo en deseos de tener una nina chiquitina -le dijo-. iPodríais decirme
que he de hacer para, conseguirlo?
—¡Oh! No hay cosa más fácil —contestó la bruja—. Aquí tienes un grano de
cebada, muy distinta de la que se siembra en el campo o se da en el pienso a
las bestias. Plántalo en una maceta y ya verás.
—Gracias —dijo la mujer, dando a la hechicera una moneda de plata por el
grano. Y, en llegando a su casa, lo enterró en una, maceta. Inmediatamente
nacio y se desarrolló una flor magnífica, semejante a un tulipán de pétalos
muy cerrados, como si aún estuviese en capullo.




—iQué flor tan preciosa! -exclama la mujer, besando las rasas de color de
ámbar y de púrpura que asomaban. Pero, no bien lo hubo hecho, el capullo se
abrió, produciendo un ligero estallido. Era, en efecto, un tulipán, sin duda
alguna; pero en la corola, sentada en el verde terciopelo de los estambres,
aparecía una niña pequeñita, pequeñita, llena de gracia y gentileza, aunque
apenas pasaba su estatura de la mitad de una pulgada, por cuya razón se le
puso el nombre de Pulgarcilla.
Una cáscara de nuez, limpia como la plata, sirvio a Pulgarcilla de cama, de
hojas de violeta era su colchón y pétalos de rosa le hacian de cobertor. De noche dormía y de día jugaba par la mesa, donde la mujer habia puesto un plato lleno de agua y ceñido de una guirnalda de flores con los tallos en el líquido.
Flotaba en el plato una hoja de tulipán en la que solía instalarse
Pulgarcilla, haciéndola bogar de un lado a otro con ayuda de dos crines
blancas de caballo, como remos. iDaba gozo mirarla! La niña cantaba con voz
tan dulce y melodiosa, que nunca se habia oído otra semejante.
Una noche, mientras dormia en su linda camita, entró un sapo saltando
por la ventana, que tenía un cristal roto, y era un sapo muy feo, gordo y
pegajoso. Fue a parar a la mesa, donde dormía Pulgarcilla tapada con su sábana de pétales de rosa.
—¡Qué bonita muchacha para casarla con mi hijo! —pensó el sapo.
Y cogiendo la cáscara de nuez en que descansaba Pulgarcilla, se la llevo
al jardín, saltando por el mismo agujero.
Serpenteaba por alli un ancho arroyuelo cuya agua se filtraba en un
espacio húmedo y casi pantanoso, donde vivía el sapo con su hijo. Era éste
tan feo y asqueroso como su madre.
—¡Croak, croak, breque, quek! -fue cuanto supo decir el muy estúpido


al ver aquella preciosidad de criatura en la cáscara de nuez.
—No hagas tanto ruido, que se despertará —dijo la vieja— y podría
escapársenos, porque es tan ligera como un plumón de cisne. Vamos a ponerla
en la charca sobre una de esas anchas hojas de nenúfar y será para ella como
una isla, donde la tendremos segura mientras vamos al fondo de la charca a
preparar la mejor habitación donde recibirla dignamente, como miembro de la familia.
En el arroyo crecían muchos nenúfares, cuyas verdes hojas parecian flotar
en la superficie, y la más distante era también la más grande. El sapo viejo la eligió entre todas y se trasladó a ella nadando para depositar la cáscara de nuez en que seguía durmiendo Pulgarcilla. La pobre niñita se despertó muy temprano al dia siguiente y, al verse en una hoja rodeada de agua por todas partes y sin manera de poder alcanzar la orilla, rompió en amargo llanto. El sapo viejo, así que acabo de arreglar la habitación para su nuera, decorándola con hojas de caña y pétalos de lirios acuáticos, nadó a la superficie en compañía de su horrendo hijo, en busca de la camita de Pulgarcilla, para instalarla en la alcoba, de modo que no faltase nada para la boda, y aprovechó la oportunidad para hacer la presentación del novio. La madre saludó sacando la cabeza fuera del agua, y dijo:
—Éste es mi hijo. Tendraás en él un marido excelente y viviréis felices bajo la charca.
—¡Croak, croak, breque, quek! -fue lo único que supo decir el joven.
Luego, cogieron la diminuta cama y se la llevaron nadando al fondo; pero
Pulgarcilla se quedó sola llorando sobre la verde hoja, porque no quería vivir
con gente tan fea, y menos casarse con aquel monstruo repugnante. Los
pececillos que nadaban por allí y habían visto y oído a los sapos, sacaron la


cabeza para ver a la niña. Y apenas la vieron, la juzgaron demasiado bonita
para novia de un sapo estúpido. Aquel matrimonio era una monstruosidad
que ellos no tolerarían. ¡No, no podía ser! Se reunieron todos alrededor del
tallo que sostenía la hoja donde estaba Pulgarcilla y, a fuerza de mordiscos, lo
cortaron, dejando a flote la hoja, que fue arrastrada par la corriente. Pronto se
encontró la niña muy lejos, donde los sapos no podían darle alcance.
Pulgarcilla pasó navegando por varias ciudades, y los pajarillos que
volaban de rama en rama, se ponían a cantar al verla: "¡Qué encanto de
niña!" La hoja no cesaba de carrer por el riachuelo, que se iba agrandando, y
así viajó Pulgarcilla hasta remotos países.
Una pintada mariposa que revoloteaba siempre a su lado, acabó por posarse
confiadamente sobre la hoja. Se habia prendado de Pulgarcilla, y ahora que los
sapos ya no podían darle alcance la acompañaba en su alegría. Claro que
contribuían a aumentarla aauellos parajes tan hermosos, donde el sol brillaba
esplendoroso, bañando de dorados reflejos la superficie del agua. Pulgarcilla se
quitó el cinturon, ató uno de sus extremes a la mariposa, y el otro, a la hoja.
Ésta se deslizo más rápida, remolcada por la mariposa.
Pero entonces, un grande saltón que por allí pasaba volando, vio a la nina
y, cogiéndola por el talle con sus potentes garras, se la llevó a un árbol. La
hoja continuó bogando riachuelo abajo, arrastrando ahora a la mariposa, que
no podía desprenderse.
¡Qué angustias pasó la pobre Pulgarcilla al verse arrebatada al árbol por el desventurada mariposa que, atada a la hoja, no podría desasirse y moriría de
fiero saltón! Pero lo que más sufrimiento le daba era pensar en la
hambre. Aquellas cuitas preocuparon muy poco al fiero saltón, que depositó su
bella cargo en la hoja mas grande del árbol y la obsequio con la mejor miel de




las flores, declarando que era muy bonita, aunque no competía su hermosura
con un saltón. Pronto recibieron la visita de todos los saltones que vivían en el
árbol. Examinaban a Pulgarcilla, y las señoritas saltonas volvían las antenas y
decían: —¡Qué fea es! ¡No tiene más que dos piernas! —¡Y qué cintura tan estrecha! ¡Bah! Parece un ser humano. ¡Qué horror! -decían las señoras saltonas.
¡Y tan bonita como era Pulgarcilla! Hasta el viejo saltón que la raptó lo había confesado; pero como todos sus compañeros decían que era fea, acabó por creerlo y no la quiso más: ya podía marcharse adonde le diera la gana. La
cogieron y la bajaron del árbol para dejarla sobre una margarita. La pobre
criatura lloraba al ver que, por su fealdad, ni los saltones le decían nada. Y
rio obstante, era la más encantadora criatura que pueda concebir la
imaginación, y tan tierna como el más hermoso pétalo de rosa.
Viose obligada a vivir todo el verano completamente sola en el bosque. Se construyó un lecho de briznas, colgándolo bajo una hoja grande de anémone
para protegerse contra la lluvia. Chupaba la miel de las flores, por todo
alimento, y bebía del rocío que cada mañana encontraba sobre las hojas. Así
pasó el verano y el otoño, pero luego vinieron los fríos, los crudos fríos del
invierno. Todos los pájaros que le habían dedicado tan bonitas canciones,
emigraron: las flores y las hojas de los árboles, se secaron y cayeron. La hoja de anémone bajo la cual colgaba su cama, se fue palideciendo, secando y
abarquillando, hasta quedar hecha un palo duro, y ella tiritaba de frío, porque
ya no llevaba más que andrajos y era tan pequeñita y frágil ¡Pobre
Pulgarcilla! Estuvo apunto de helarse. Empezó a nevar y cada copo que le
caía era como una palada que cayese sobre nosotros, que somos grandes, mientras que ella sólo alcanzaba una pulgada. Entonces se guareció sobre una
hoja seca, pero no entró en calor y temblaba de frío.
En la linde del bosque se extendía un campo de trigo, pero hacía tiempo que se había segado la mies y sólo quedaba el rastrojo, que parecía un
bosque de estacas clavadas en la tierra helada. ¡Oh! ¡Qué frío hacia también
allí! Por fin llegó a la puerta de un ratón silvestre.
Era un agujero abierto bajo el rastrojo, que conducía al escondrijo del ratón, de calientes y cómodas habitaciones, con bien provisto granero, buena
cocina y mejor despensa. La pobrecilla se quedó en la puerta como una
mendiga, pidiendo la limosna de un grano de cebada, porque nada se había
podido llevar a la boca en dos días.
—¡Pobre niña!-dijo el ratón, que tenía buenos sentimientos— Entra, que teNcalentarás y comerás algo.
Y como Pulgarcilla le fue muy simpática, le dijo de sobremesa: —Si quieres, puedes quedarte todo el invierno, y no has de hacer más que limpiarme la casa y contarme cuentos, que me gustan mucho.
Pulgarcilla aceptó con agradecimiento y lo pasaba muy bien.
—Pronto tendremos una visita —dijo el ratón—. Mi vecino acostumbra venir a verme un día a la semana. Es más rico que yo; tiene unas grandes
habitaciones y lleva una pelliza negra, lustrosa y finísima. Sí lo pudieras
atrapar por marido labrarías tu fortuna; pero es ciego y no te verá. Cuéntale
todas esas historias tan preciosas que sabes.
Pulgarcilla no se interesó gran cosa ni se hizo ilusiones con el vecino, que era un topo. Éste hizo su visita luciendo su casaca de negro terciopelo. El ratón
lisonjeó al topo delante de Pulgarcilla, hablando de las riquezas y del talento
del vecino, de que tenía una casa veinte veces más grande que la de ellos, de lo mucho que había, aprendido; pero advirtiendo sinceramente que no le


gustaba el sol ni las flores, y que se burlaba lie ellas porque nunca las había visto. Luego, la invitaron a cantar, y Pulgarcilla entonó el «Saltón, vuela, vuela» y «El fraile va al campo». Al oír tan dulce voz, el topo se enamoró de la niña, pero no lo dio a entender, porque era un prudente varón.
En poco tiempo construyó un pasillo subterráneo entre su casa y la del


ratón, e invitó a éste y a Pulgarcilla a pasar cuando quisieran a sus
habitaciones, advirtiéndoles que no se asustasen por encontrar en uno de los
corredores un pajarito muerto. Era un pájaro de veras, con pico y alas, que sin
duda había fallecido al empezar el invierno y lo enterraron donde el topo
acababa de construir el pasadizo.
El topo cogió con la boca un trozo de madera podrida que alumbraba como
una linterna la oscuridad, y precedió a los invitados para que no tropezasen,
en la lobreguez de aquel túnel. Al pasar por donde estaba, el pajarito, el topo
empujó con su fuerte hocico la tierra del techo y en seguida hizo un agujero
por donde penetró la luz del sol, alumbrando el triste espectáculo de una
golondrina muerta, con sus alas apretadas contra la pechuga y la cabeza y las
patas ocultas entre las plumas: señal de que la había matado el frío.
Pulgarcilla se conmovió profundamente al verla, porque quería mucho a las
avecillas que en verano la saludaban cantando y trinando tan cariñosas; pero
el topo le dio un golpe con sus patas de garfios, diciendo:
-Ya no piarás más. ¡Qué desgracia haber nacido pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será. En verano todo es cantar para ellos, y en invierno se mueren de hambre.—Verdad será, cuando lo dice un varón tan experimentado —convino el


ratón—. No se de qué les aprovecha tanto piar si, cuando llega el invierno, se han de morir de hambre o de frío. ¡Y dicen fue eso es de buen gusto!
Pulgacilla no dijo una palabra; pero cuando los otros se alejaron, retrocedió, apartó las plumas que tapaban la cara del pajarito y le besó los ojillos cerrados.
-Acaso sea el que este verano me saludaba con sus gorjeos —pensó-. ¡Oh! ¡Como me alegraba la vida el dulce pajarito!
El topo se detuvo a la entrada de su casa e hizo los honores a sus huéspedes.


Aquella noche, Pulgarcilla no podía dormir. Se levantó, trenzó un tapiz de
heno, lo rellenó de blando algodón que encontró en las habitaciones del ratón,
y lo echó sobre el pájaro muerto, abrigándolo bien para que estuviese calentito.
—¡Adiós, hermoso pajarito!—dijo-. ¡Adiós! Y gracias por las delicias que me
produjiste en verano con tus melodías, cuando los árboles eran tan verdes y el
sol bajaba a calentamos. Y diciendo esto, apoyó su cabeza en el pecho de la
golondrina. De pronto, sorprendióla notar el latido del corazón del animalito.
El pájaro no estaba muerto, sino aletargado por el frío y, con el calor,
recobraba la vida.
Cuando viene el otoño todas las golondrinas parten a climas benignos, y si
alguna retarda la marcha y el frío se apodera de ella, cae aterida como
muerta y la nieve la cubre como una mortaja.
Pulgarcilla temblaba de miedo, porque el pájaro era muy grande a su lado; pero se revistió de valor, apretó bien el cobertor para que no le entrase frío, fue
a buscar una hoja de hierbabuena que a ella le servía de colcha, y la puso
sobre la cabeza del pajarito.
Al día figuiente por la noche, volvió a verlo y lo encontró vivo, pero tan debil débil, que sólo pudo abrir los ojos un momento para mirar a su protectora, que le velaba con un pedazo de madera podrida, a falta de otra luz.




—Gracias, hermosa Pulgarcilla —dijo con voz apagada el enfermo—. Estoy
tan ricamente y tan calentito, que espero recobrar pronto las fuerzas y poder
volar a la luz del sol.
Viendo tan animada a la golondrina le trajo agua en el peТala de una flor,
y la enferma, después de beber, contó que se había lastimado una ala en una
zarza espinosa y no le fue posible seguir a las otras en su rápido vuelo a tierras
calidas. Por mas esfuerzos que hizo, cayó a tierra y no recordaba cómo fue a
parar donde la había encontrado.
Durante todo el invierno, Pulgarcilla. cuidó a la golondrina con la solicitad
y ternura de una hermana, sin decir una palabra de sus idas y venidas al
topo y al ratón, que no simpatizaban con el pajarito. Y en cuanto llegó la
primavera y el sol acarició la tierra con sus rayos, la golondrina se despidió de
Pulgarcilla y ésta agrandó el agujero que el topo abriera con su hocico. El sol
entró de lleno inundándolo de luz y la golondrina propuso a Pulgarcilla que
se fuese con ella; podía montar en sus alas y volarían las dos al verde bosque.
Pero Pulgarcilla pensó que el ratón silvestre podría agraviarse si lo
abandonaba sin más ni más, y dijo:
—No, no puedo. —¡Adiós, pues, adiós, tierna y preciosa niña! —dijo la golondrina, y se lanzó al espacio. Pulgarcilla la siguió con la mirada y las lágrimas se le nublaron, porque quería entrañablemente a la golondrina que se alejaba.
—iQui-vit, qui-vit! —cantó el pajaro, mandándole su último saludo antes de perderse en la espesura del bosque.
Pulgarcilla estaba muy triste porque no le permitían salir a tomar el sol.
Habían sembrado trigo sobre la madriguera del ratón, y la mies, crecida, era


como un bosque intrincadísimo por donde no podía andar la chiquitína sin perderse.
-Has de preparar tu equipo de novia para casarte este verano -le dijo el
ratón, porque el cargante de su vecino, muy acicalado con una fina casaca de
negro terciopelo, se había presentado a pedir su mano—. Te hacen falta vestidos de lana y ropa blanca. Para ser mujer del topo, es preciso que tengas algo más que lo puesto.
Pulgarcilla tuvo que hilar, y el topo contrató cuatro arañas que tejían para
ella sin descanso. El topo la visitaba cada noche, y siempre decía que cuando
pasara el verano, el sol no calentaría tanto; porque, a la sazón, la tierra
abrasaba y se endurecía como una piedra. Si, había que aguardar que pasara
el verano para celebrar su boda con Pulgarcilla. Pero ésta iba languideciendo
en su tristeza porque no quería al fastidioso topo. Cada día, por la mañana, al
salir el sol, y por la tarde, cuando se ponía, se escapaba hasta la puerta, y si el
viento soplaba separando las espigas y dejándola ver el cielo azul, se
entusiasmaba con la claridad y la hermosura de que se revestía todo lo de allí
fuera, y su tierno corazón aceleraba los latidos por el deseo de ver otra vez a su
querida golondrina. Pero, iah!, no volvía, distraída sin duda en la delicia de
volar por la frondosidad del bosque.
-Dentro de cuatro semanas será tu boda —le anunció el ratón.
Pulgarcilla se echó a llorar, declarando que no quería casarse con aquel
fastidioso topo.
-¡Caprichos de niñas tontas!—reconvino el ratón-. Mira, no te pongas terca, porque te doy un mordisco y tengo bien afilados los dientes. ¿Dónde
encontrarás un novio mas distinguido? Ni la misma reina lleva un abrigo de
pieles más rico que el suyo, y además tiene llenas la cocina y la bodega.


¡Agradecida tendrías que estarle!
Llegó el día de la boda y se presentó el topo para llevarse a Pulgarcilla, la cual había de vivir con él bajo tierra sin salir nunca a tomar el sol, porque a
el no le gustaba. La niña estaba consternada. Ya sólo le quedaba el consuelo
de despedirse del hermoso sol, gracia que le fue otorgada por el ratón después
de mucho suplicar, a condición de que no pasase de la puerta.
—¡Adiós, sol esplendoroso! —le dijo levantando los brazos al cielo y alejándose unos pasos de la puerta, pues ya habían segado y el campo estaba en rastrojo—.¡Adiós, adiós!-repitió, abrazando a una roja amapola-. Si ves a la
golondrina dile cuánto la quiero.
—¡Qui-vit, qui-vit! —oyó sobre su cabeza. Levantó los ojos y conoció a la golondrina, que pasaba volando por allí. En cuanto el pájaro vio a Pulgarcilla
se puso muy contento, y ella le contó la pena que tenía porque la casaban con
un topo muy feo, obligándola a vivir bajo tierra, privada de la luz del sol. Y al
decir esto, no pudo contener las lágrimas.
—Se acerca el invierno —dijo la golondrina— y yo he de partir a países más cálidos. ¿Quieres venir conmigo? Súbete a mi espalda. Átate bien con el
cinturón y huiremos del feo topo muy lejos, a través de las montañas, a
regiones donde el sol brilla más que aquí, donde reina una eterna primavera y
hay flores hermosísimas. Sí, vuela conmigo, querida Pulgarcilla, tú que me
salvaste la vida cuando me encontraste yerta en aquel oscuro pasadizo.
—Te acompaño —dijo Pulgarcilla. Se sentó en la espalda del pájaro, pasando las piernas entre las alas, y se ató fuertemente a una de las más recias plumas. Entonces la golondrina voló
por encima de los bosques y de los mares, por encima de las más altas
montañas cubiertas de nieves perpetuas, y Pulgarcilla se libraba del frío


acurrucándose bajo las plumas del pajaro, sacando sólo la cabeza para no
privarse de los magníficos panoramas que se ofrecían a su vista.
Por fin llegaron a las regiones cálidas, donde el sol brillaba más intenso y el cielo parecía dos veces más alto; donde los campos tenían setos de verdura de
pámpanos prendidos de uvas y bosques de limoneros y naranjos; donde el aire
estaba embalsamado de mirtos y madreselva y por los senderos corrían niños
encantadores jugando con mariposas sorprendentes por su grandeza y
hermosura. La golondrina siguió volando y el paisaje era cada vez más vistoso.
Por fin llegaron a un lago azul y transparente, rodeado de magnífica arboleda
y a orillas del cual se levantaba un vetusto palacio de mármol de cegadora
blancura. Los emparrados tremaban caprichosamente sus sarmientos por las
columnatas de las galerías, en cuyo techo habían fabricado su nido gran
número de golondrinas, y en uno de ellos vivía la que llevaba a Pulgarcilla.
-Ésta es mi casa —dijo el pájaro—, pero si prefieres habitar en una flor, te
dejaré dentro del cáliz de una de esas tan hermosas que crecen en el jardín y
serás tan feliz como puedas desear.
—¡Será delicioso! -aceptó la niña palmeteando de gozo.
Una blanca columna derribada y partida en tres pedazos perdíase casi a la vista, sepultada en frondosa vegetación; y entre los intersticios crecían las flores.
más grandes y hermosas que Pulgarcilla había podido admirar en su vida. La
golondrina dejó a su amiguita en una de ancho cáliz. ¡Oh, sorpresa! En el
centro de la flor había un doncel de su misma estatura, blanco y transparente
como si juera de cristal; ceñía sus sienes una corona de oro y dos alas de luz
adornaban su espalda. Era el ángel de la flor. En cada cáliz había un ser tan
delicado y diminuto como él, de uno u otro sexo; pero éste era el Rey de aquel
pueblo maravilloso.


—¡Dios mío! ¡Qué hermoso es! —suspiró Pulgarcilla a oídos de la golondrina.
El príncipe se asustó mucho ante este pájaro gigantesco; pero cuando vio a
Pulgarcilla, no tuvo limites su alegría, pues era la doncella más preciosa que
había conocido. Tan profunda y gratamente le impresionó su belleza, que se
quitó la corona y la puso en la frente de la recien llegada, le preguntó su
nombre y si quería ser su esposa y Reina de todas las flores. ¡Qué diferencia
entre este hermoso doncel y el sapo estúpido o el topo fastidioso, con su abrigo
de rica piel! Sin vacilar contesto que sí, y al punto salieron de todas las flores
damas y caballeros tan lujosamente vestidos, que era gloria contemplarlos.
Cada una ofreció a Pulgarcilla un regalo, y el mejor de todos fue un par de
alas de mariposa blanca, que, prendidas a la espalda, le permitían volar de
flor en flor. Hubo gran regocijo y, desde su nido, la golondrina dedicó a los
novios el mejor repertorio de sus cantos, aunque en el fondo de su corazón
sentía la tristeza de no poder vivir siempre en compañía de Pulgarcilla.
—No has de llamarte Pulgarcilla -dijo el ángel de la flor—, que es un nombre feo y tú eres muy bonita. Nosotros te llamaremos Maya.


—¡Hasta la vista! ¡Hasta la vista! —cantó la golondrina, despidiéndose de aquellas tierras ardorosas para volver a Dinamarca. Tenía el nido sobre la
ventana del hombre que sabe contar cuentos de hadas. Se lo contó todo:
«¡Qui-vit, qui-vit, qui-vit!», y por él ha llegado a nosotros.